viernes, 12 de agosto de 2011

LOS PRESTIGIOSOS FARISEOS Y EL REINO DE DIOS

En la sociedad en la que Jesús vivió, el dinero constituía el segundo valor en importancia, El valor predominante era el prestigio. 


Incluso en nuestros días, el prestigio es más importante que cualquier otrofactor, y las personas preferirían suicidarse antes que ...perderlo.

(1­­) La sociedad estaba estructurada de forma que cada cual tenía su lugar en la escala social. No se decía ni hacía absolutamente nada sin tener en cuenta el «status» o rango de las personas interesadas. Un insulto de parte de alguien que fuera superior era algo que había que aceptar... ¡hasta esperar! Pero un insulto proferido por un igual era algo tan humillante que hacía la vida imposible.
Y un insulto de parte de un inferior era algo que sencillamente no se toleraba. Era esencial tener siempre presente el «status» de cada cual. Las personas disfrutaban del honor y el respeto que los demás les profesaban.
El «status» y el prestigio dependían del linaje, la riqueza, la autoridad, la educación y la virtud reconocida. Se manifestaban y se conservaban en virtud de la forma de vestir, del tratamiento que se recibiera, de la gente con la que uno tuviera trato social y a la que se invitara a comer, del lugar que a uno le asignaran en un banquete o del asiento que uno ocupara en la sinagoga.
El «status» era algo que formaba parte tanto de la religión como de la vida social. Aun los más estrictos y fanáticos de entre los más devotos judíos, los hombres de Qumrán, eran sumamente celosos de su «status» y su rango dentro de su comunidad religiosa. Los manuscritos del Mar Muerto contienen abundantes referencias a la importancia que tenía el saber qué lugar ocupaba cada uno en la meticulosamente establecida jerarquía de la comunidad

(2). Los derechos y privilegios eran proporcionales al rango de cada cual, y las personas que no tenían ningún «status» en la sociedad (lunáticos, neuróticos, ciegos, cojos, sordos, lisiados y menores de edad) estaban totalmente excluidos

(3). La vida de aquella comunidad se basaba expresamente en la norma de que «un hombre deberá ser más honrado que otros... según sea mayor o menor su 'status' o su virtud»

(4). Jesús se opuso rotundamente a todo esto, porque para él constituía una de las estructuras fundamentales del mal en el mundo, y tuvo la osadía de esperar un Reino en el que tales diferencias no tuvieran sentido. «Dichosos vosotros cuando os odien los hombres y os expulsen y os insulten y propalen mala fama de vosotros...» (Lc 6, 22).
« ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros…!» (Lc 6, 26).

La crítica que hace Jesús de los Escribas y Fariseos no era ante todo una crítica de su doctrina, sino de su forma de actuar (Mt 23, 1-3), porque en la práctica vivían interesados por el prestigio y la admiración que les pudieran tributar los demás hombres:
«Todo lo hacen para llamar la atención de la gente: se ponen cintas anchas en la frente y borlas grandes en el manto; les encantan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas, que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame' rabí'» (Mt 23, 5-7; Mc 12, 38-40,  Lc 11, 43; 14, 7-11).

Y lo mismo dice Jesús de sus prácticas religiosas de «caridad», oración y ayuno. Estas cosas las hacen con ostentación, «para llamar la atención de la gente» (Mt 6, 1-6, 1618). Para Jesús, esto no constituye ninguna virtud en absoluto, sino hipocresía (Mt 6, 2, 5, 16). Los escribas y Fariseos son como sepulcros blanqueados, que limpian sólo por fuera la copa y el plato, para tener buena apariencia, para parecer hombres honrados, pero que por dentro están repletos de hipocresía (Mt 23, 25-28). Observan la ley exteriormente, pero por dentro su único motivo es el prestigio (cf. también Lc 18, 9-14)

(5). Al igual que los ricos, los hipócritas ya han tenido su recompensa: la admiración de los hombres (compárese Mt 6, 1-6. 16-18 con Lc 6, 20-26). No habrá lugar para ellos en el Reino (Mt 5, 20).

De hecho, el que se preocupa por su prestigio o su «grandeza» no está en sintonía con los valores del Reino, tal como Jesús los concibe:
Se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: —Vamos a ver, ¿quién es más grande en el Reino de Dios? El llamó a un chiquillo, lo puso en medio y dijo:
—Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como estos chiquillos, no entraréis en el Reino de Dios; o sea, que cualquiera que se haga tan poca cosa como el chiquillo este, ése es el más grande en el Reino de Dios (Mt 18- 1-4).
El chiquillo es una parábola viva de la «pequeñez», lo contrario a la grandeza, el «status» y el prestigio. En aquella sociedad, los niños no tenían ninguna clase de «status», no contaban para nada en absoluto. Por eso se indigna Jesús cuando sus discípulos los espantan. El, por el contrario, los llama, los rodea con sus brazos y les bendice imponiéndoles las manos y diciendo: «Porque de los que son como ellos es el Reino de Dios» (Mc 10, 14).
El Reino será un reino de los «niños» o, más bien, un reino de los que sean como los niños porque son insignificantes en la sociedad, porque carecen de «status» y de prestigio.
Según la opinión popular, no hay ninguna prueba en absoluto de que la imagen del niño sea una imagen de inocencia, especialmente cuando, en la práctica, significa inmadurez oir responsabilidad. Jesús era perfectamente consciente de la inmadura y irresponsable perversidad que manifiestan en ocasiones los niños, y hace precisamente uso de este rasgo en una parábola en la que es a los Fariseos a quienes compara con los niños: la parábola de los niños sentados en la plaza que se niegan a bailar al alegre son de la flauta y a entonar los tristes cantos de lamentación (Mt 11, 16-17) .
Pero el niño que constituye la imagen del Reino es un símbolo de quienes ocupan los más ínfimos lugares en la sociedad, los pobres y oprimidos, los mendigos, las prostitutas y los recaudadores de impuestos: las personas a quienes Jesús solía llamar los «pequeños» o los «últimos»

(6). La preocupación de Jesús consistía en que no se despreciara ni se tratara a esos «pequeños» como inferiores: «Cuidado con mostrar desprecio a un pequeño de ésos» (Mt 18, 10). Jesús era perfectamente consciente de los sentimientos de vergüenza e inferioridad que experimentaban y, debido a la compasión que por ellos sentía, tenían a sus ojos un extraordinario valor

(7). Y en la medida en que eran objeto de su preocupación, no tenían nada que temer, porque de ellos era el Reino: «Tranquilizaos, pequeño rebaño, que es decisión de vuestro Padre reinar de hecho sobre vosotros» (Lc 12:32)

(8). Los menores en el Reino, es decir, los «pequeños» son mayores que el más grande de los nacidos de mujer, Juan el Bautista (Mt 11:11) lo cual es una paradójica forma de decir que incluso el prestigio de Juan el Bautista no posee en sí ningún valor.

(9). Pero lo que es aún más extraordinario es el contraste que Jesús establece entre esas criaturas ylos sabios e inteligentes (Mt 11, 25, par.). Los escribas gozaban de un tremendo honor y prestigio en aquella sociedad, debido a su educación y su saber. Todo el mundo les admiraba por su sabiduría e inteligencia. Las «criaturas» o los «niños» eran la imagen que Jesús empleaba para referirse a los seres ignorantes y carentes de formación

(10). Y lo que con ello quiere decir es que la verdad acerca del Reino les ha sido revelada y ha sido comprendida por dichos seres, y no por los sabios y prudentes. Y por ello da gracias a Dios.
Esto no significa, sin embargo, que sólo los que pertenecen a una determinada clase de la sociedad sean los que vayan a alcanzar el Reino. Todo el mundo puede alcanzarlo si está dispuesto a cambiar y hacerse como esos «pequeños» (Mt 18, 3), a hacerse tan pequeño como un niño (Mt 18, 4). O, como dice Marcos en el mismo contexto, «ha de hacerse el último de todos y el servidor de todos» (9, 35).
Esto significa, efectivamente, que hay que abandonar toda preocupación por cualquier tipo de «status» o de prestigio, así como por el dinero y las posesiones. Y, del mismo modo que hay que estar dispuesto a vender cuanto se posee, hay que estarlo también a tomar el último lugar en la sociedad; más aún, hay que estar dispuesto a ser servidor de todo.

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